Picasso, el rey de los burdeles
Sin duda, el burdel infunde no sólo deseo turbulentos sino un pánico casi innombrable. Los ojos, prestos para la caza, de las prostitutas aterrorizan al neófito, aunque con propiedad nadie puede alardear de sentirse en ese ámbito como en casa. Picasso conocía de sobra la inmensa tensión que vive el hombre en la casa de citas, cuando comprueba que su "cacería sexual", a la manera de Acteón, le conviere a él mismo en pieza, cuerpo frágil que puede ser fácilmente despedazado. El desnudo obsceno de las llamadas "casas de tolerancia", esos coños abiertos de par en par como simas que succionan y entierran al que se atreve a mirar, obliga al artista a retroceder, a salir en busca de la calle, del anonimato protector. Acaso el artista malagueño pensaba que él era el único (pintor) capaz de aguantar el temblor de la tierra de las putas, contemplando, con los ojos descomunalmente abiertos, cuerpos que más que el placer parecían prometer la muerte.