Sobre la estupidez
Los sabios normalmente prefieren hablar sobre la sabiduría en lugar de sobre la estupidez. En consecuencia, cuando el «discípulo de Hegel y profesor en la Universidad de Halle» Joh. Ed. Erdmann anuncia en 1866 su tema, éste es recibido con carcajadas. ¿Por qué? Una de las razones, tal como el propio Erdmann reconoce, podría ser que el tema de la estupidez nos recuerda nuestros propios defectos. Volvernos «sensatos» es un largo proceso: en la estupidez percibimos un poco «los sonidos de la antigua patria, que nos agradan como el dialecto patrio largamente no escuchado». De esta manera, nos reímos con cierta melancolía: así hemos sido también nosotros mismos, o «esto pudo habernos pasado de niños». Y al mismo tiempo encontramos placer en las estupideces, porque ellas son la prueba directa de que hemos abandonado ese estadio. Pero la estupidez también puede enfadarnos. Al ser precisamente la expresión de la ignorancia y la inmadurez, despierta impaciencia en aquellos que tienen una completa y libre disposición sobre su capacidad de juicio. De hecho, determinadas formas de estupidez, en tanto que no están al servicio de la superioridad y del juicio de los «poderosos» (Musil), ya no se experimentan como divertidas, sino como expresión de insolencia, impertinencia, grosería, etc. Los propios estúpidos se encuentran indefensos, y a menudo son objeto de todo tipo de groserías.
Los sabios normalmente prefieren hablar sobre la sabiduría en lugar de sobre la estupidez. En consecuencia, cuando el «discípulo de Hegel y profesor en la Universidad de Halle» Joh. Ed. Erdmann anuncia en 1866 su tema, éste es recibido con carcajadas. ¿Por qué? Una de las razones, tal como el propio Erdmann reconoce, podría ser que el tema de la estupidez nos recuerda nuestros propios defectos. Volvernos «sensatos» es un largo proceso: en la estupidez percibimos un poco «los sonidos de la antigua patria, que nos agradan como el dialecto patrio largamente no escuchado». De esta manera, nos reímos con cierta melancolía: así hemos sido también nosotros mismos, o «esto pudo habernos pasado de niños». Y al mismo tiempo encontramos placer en las estupideces, porque ellas son la prueba directa de que hemos abandonado ese estadio. Pero la estupidez también puede enfadarnos. Al ser precisamente la expresión de la ignorancia y la inmadurez, despierta impaciencia en aquellos que tienen una completa y libre disposición sobre su capacidad de juicio. De hecho, determinadas formas de estupidez, en tanto que no están al servicio de la superioridad y del juicio de los «poderosos» (Musil), ya no se experimentan como divertidas, sino como expresión de insolencia, impertinencia, grosería, etc. Los propios estúpidos se encuentran indefensos, y a menudo son objeto de todo tipo de groserías. Musil escribe que «su evidente falta de resistencia excita ferozmente la imaginación como el olor de la sangre el deseo de caza». ¿De dónde proviene esa irritación, esa impaciencia y esa «crueldad enfermiza»? ¿Es quizá que el «poderoso» ya no está tan seguro de su superioridad? ¿No se sentirá el «poderoso», ese que está seguro de la verdad y de su capacidad para encontrarla en todas las circunstancias, amenazado por la estupidez? No puede ser casualidad que toda la gran literatura haya sentido siempre una fascinación especial por lo grotesco, lo idiota o lo estúpido en el sentido más extremo de la palabra. Cervantes, Hölderlin, Flaubert, Thomas Mann, Proust. ¿Por qué? ¿Por qué fascina la estupidez? Quizás sea porque ella es más que una simple etapa en el desarrollo del pensamiento, y lo amenaza siempre desde dentro.